martes, 1 de noviembre de 2022

EL MISTERIO DE LA PRIMERA NOVELA DE CONAN DOYLE Y OTRAS CURIOSIDADES...


 

La de Arthur Conan Doyle no fue una carrera literaria que empezara precisamente con buen pie. El manuscrito de su primera novela se perdió en el correo y su segundo libro, El misterio de Cloomber, languideció en un cajón hasta que en 1888 lo publicó la revista Pall Mall. Para entonces, sin embargo, los lectores estaban ya muy interesados en su trabajo, porque su tercer manuscrito, publicado en 1886, había sido todo un éxito y lo consagró como uno de los grandes autores de la literatura al presentarnos por primera vez, en Estudio en escarlata, a Sherlock Holmes y al Dr. Watson.

Pero no adelantemos acontecimientos. Mientras era un joven médico en Portsmouth, en 1883, Arthur Conan Doyle escribió su primera novela, El relato de John Smith, y se lo envió a un editor. Nunca más volvería a ver ese manuscrito. Como recordó años después, «los editores nunca lo recibieron. La oficina de correos envió innumerables formularios para decir que no sabían nada al respecto y desde ese día, hasta el día de hoy, nunca se supo nada al respecto».

Conan Doyle decidió emprender la tarea de reescribir ese manuscrito, pero finalmente lo abandonó. A esas alturas el autor ya estaba en otros proyectos de más proyección. De hecho, al final llegó a la conclusión de que lo mejor era que ese manuscrito no volviera a aparecer nunca, probablemente avergonzado de esa primera escritura de juventud.


Sin embargo, la reescritura abandonada finalmente reapareció. El manuscrito estaba en una de las quince cajas que habían estado acumulando polvo en la esquina de una oficina de Londres, un descubrimiento que llevó a los herederos supervivientes de Conan Doyle a una disputa sobre a quién pertenecían esas cajas. Dos de ellas fueron a parar a la Biblioteca Británica, según los términos del testamento de la hija del escritor, Dame Jean Bromet. El contenido de las otras trece cajas se subastó en Chsistie´s en 2004, cuando los herederos de Anna Conan Doyle, la nuera de Sor Arthur, murió en 1990. La subasta causó cierta polémica y hubo campañas para tratar de detener la venta, con el argumento de que esparciría por manos privadas una colección de materiales que tal vez nunca verían la luz.

La Biblioteca Británica, sin embargo, consiguió hacerse con el lote 11, que contenía el manuscrito incompleto reescrito por Conan Doyle, El relato de John Smith. En el 2011 lo publicaron, unos 130 años después de que hubiera sido escrita. La mala noticia es que la preocupación de Conan Doyle estaba fundada y la novela no es muy buena. Básicamente trata sobre un tipo llamado John Smith, que tiene 50 años y que está confinado en su dormitorio después de un ataque de gota. Tiene conversaciones con los que le visitan, tratando temas que van desde la guerra hasta la religión. Poco más. Lo interesante del libro, por supuesto, es que arroja luz sobre los comienzos y sobre el desarrollo literario de uno de los autores más leídos del mundo.


Pero aunque la reescritura de la novela apareció, al manuscrito original todavía continúa perdido, quién sabe si en algún estante oscuro y polvoriento en una oficina de clasificación de correos en Southsea, donde vivía el joven Conan Doyle cuando escribió la obra, esperando a ser descubierto.

ALGUNAS OTRAS CURIOSIDADES DE SIR ARTHUR CONAN DOYLE

Además de concebir al detective literario por anto­nomasia, sir Arthur Conan Doyle fue un autor pro­lífico en varios géneros, doctor en Medicina y un aventurero que viajó a latitudes remotas. También participó en dos guerras y en dos elecciones parla­mentarias, denunció el racismo colonial y se metió a investi­gador para reparar graves errores judiciales, aunque no olvi­demos que defendió causas bastante más dudosas, como el espiritismo o la existencia de las hadas. El increíble Dr. Doyle fue, por otra parte, un deportista consumado, precursor del esquí alpino y el automovilismo, además de un hijo, marido y padre ejemplar. En tanto personaje, puede que incluso resulte más atractivo que el mismísimo Sherlock Holmes.

 Familia talentosa

Arthur Ignatius Conan nació en Edimburgo en 1859 en el sino de una familia católica de origen irlandés agraciada por el talento. Su pa­dre pertenecía a una saga de pinto­res de éxito, aunque se volvió alcohólico y acabó ingresando en una serie de clínicas hasta su muerte.

Para fortuna del pequeño Arthur y sus hermanos, Mary, la madre, era una roca. Inculcó a sus hijos valores nobles mediante relatos de caballería. Era una gran lectora y una contado­ra de cuentos soberbia. Años después, Conan Doyle le atribuiría su atracción por la narrativa.


Meditación y autoretrato, de Charles Altamont Doyle, padre de Arthur. Foto: Wikimedia Commons / Victoria & Albert Museum / CC-BY-SA-3.0. 


 Rebelión en el internado

Arthur cursó sus estudios en un internado jesuita en Inglaterra. No lo pasó bien en aquel colegio. Además de hallarse lejos de casa, era rebelde por naturaleza, lo que le acarreó más de una paliza en un sistema educativo como el victoriano, que recurría a ellas habitualmente para disciplinar a los pe­queños.

Pese a ello, allí descubrió sus cualidades literarias, viendo cómo sub­yugaba a sus compañeros con los cuen­tos que inventaba. Allí inició también su afición vitalicia por los deportes y es­trechó aún más los lazos con su madre, al cartearse con ella con frecuencia.

New College, Universidad de Edimburgo. Foto: Wikimedia Commons / Kim Traynor / CC BY-SA 2.0. 


Deporte con la flor y nata

Se matriculó en Medicina en la Universidad de Edimburgo porque la profesión estaba bien remunerada. En la facultad amplió sus intereses deportivos jugando al cricket en un equipo con futuros escritores famosos, como A. E. W. Mason, el nove­lista de Las cuatro plumas, o el creador de Peter Pan, James Barrie, un amigo a per­petuidad. También conoció en el claustro al joven Robert Louis Stevenson, respon­sable, entre otras obras, de La isla del tesoro, y al hombre que, con sus habili­dades deductivas, le inspiraría Sherlock Holmes: el doctor Joseph Bell.

James M. Barrie, autor de Peter Pan, 1892. 


Ballenero polar

Al tiempo que compaginaba sus estudios con una incipiente carrera como escritor, se embarcó en la primera aventura alrededor del globo. Se trató de un viaje en la nave ballenera Hope, en la que se enroló como cirujano.
Con poco trabajo a bordo, aprovechó el periplo de dos meses por Groenlandia y el Ártico para empaparse de la dura vi­da marinera. Pese a repudiar la crueldad de la caza de focas y cetáceos, terminó participando en ella como voluntario, corriendo peligros mortales en varias ocasiones y realizando con tal pericia la faena que el capitán le ofreció contratar­le al año siguiente para desempeñarse al bisturí y también al arpón.

Ballenero holandés cerca de Spitsbergen.

El amor de su vida

En Portsmouth, el flamante Dr. Doyle inauguró un consultorio médico. En aquellos días era tan po­bre que solo pudo amueblar, en la casa alquilada, la sala de espera y aquella en que atendía a los pacientes.

Sus esfuer­zos, no obstante, se vieron recompensa­dos al cabo del tiempo con una cliente­la estable. Parte de ella fue una familia que le cambiaría la existencia. Se trataba de los Hawkins, uno de cuyos miembros sufría una meningitis termi­nal.

La dolencia había minado los re­cursos del clan, de modo que el médico, compadecido por ello y por el estado del paciente, invitó a toda la familia a tras­ladarse a su hogar. Una hermana del en­fermo, Louise, quedó profundamente conmovida por la bondad del doctor, del que se enamoró. Correspondida por és­te, se casaron el verano de 1885. Conce­birían dos niños, Mary y Kingsley.

Apuesta por las letras

Felizmente casado, Arthur comenzó a escribir una novela, Estudio en escarlata, que poco más tarde lo cata­pultó a la fama gracias a su pareja protagonista, Sherlock Holmes y su inseparable Dr. Watson.

Estrenó la década de 1890 en compañía de amigos también triunfantes como Barrie u Oscar Wilde y nadando en la abundancia por los trabajos sobre Hol­mes. En esas fechas Conan Doyle decidió dejar atrás la medicina y profesionalizarse como autor.

Tomó esta resolución tras padecer una gripe que, al conducirlo casi a la tumba, le convenció de que debía concentrarse al máximo en su vocación.

Portada del Anuario Beeton en 1887

Precursor del esquí

En 1893, un diagnóstico reveló que a Touie, como llamaba cariñosamente a su esposa, parecían quedarle apenas unos meses de vida debido a una tuberculosis. Así, Arthur puso rumbo a Davos con su mujer, confiando en que el clima de Suiza contribuyera a su recuperación.

Allí, Touie mejoró vi­siblemente, mientras él continuaba es­cribiendo infatigable y ayudando a poner de moda el esquí. Doyle había aprendido este de­porte en Noruega, pero en Suiza era casi desconocido, hasta el punto de que lle­gó a practicarlo de noche para evitar las burlas de los lugareños.

Sus artículos sobre la modalidad alpina en la revista The Strand, donde publicaba también la saga de Holmes, incentivaron a miles de turistas a visitar el país helvético pa­ra deslizarse por sus laderas.

El noruego Fridtjof Nansen posa como cazador en esquíes, c.1880

Amor platónico

Al volver a Inglaterra se instalaron en Surrey. En esos lares, Conan Doyle conoció a otra mujer de la que se enamoró al instante. Joven, culta, atractiva y soltera, amazona consu­mada y dotada de una espléndida voz de mezzosoprano, Jean Leckie reunía todos los requisitos para encandilar al escri­tor.

Éste, sin embargo, se sentía culpable. Quería a su esposa. Era la madre de sus hijos, una gran persona y, además, estaba enferma. De ahí que acordara con Jean mantener su relación en términos plató­nicos. Touie no debía saber de su exis­tencia. El autor no soportaría lastimarla. Comenzó así un idilio agridulce que se prolongaría una década en secreto.

En 1906 fallecía Touie y un año después se casaba con Leckie en una boda multitudinaria. La pareja se mudó a un nuevo hogar, en Sussex, donde viviría el resto de sus días con los dos hijos del matrimonio ante­rior y los tres que tuvieron juntos, Denis, Adrian y Jean.

Arthur Conan Doyle con su mujer, Jean Leckie, y su familia en 1922.


Médico de guerra

Cuando estalló la guerra de los Bóers, Doyle se ofreció voluntario para luchar, aunque se le recha­zó por la edad –ya era cuarentón– y cier­to sobrepeso. No desistió. Volvió a la carga en calidad de médico y fue aceptado. En África tra­tó más casos de fiebre tifoidea que heri­das bélicas, como les ocurrió a muchos compañeros de profesión.
Al regresar a In­glaterra decidió escribir una extensa crónica y un artículo no menos largo so­bre la realidad de la contienda. Ambos trabajos causaron un fuerte im­pacto en la opinión pública. El primero por desglosar con precisión militar las carencias del ejército británico y el se­gundo, más grato para el gobierno de Eduardo VII, por desmentir las atrocida­des que, según se rumoreaba, se habían infligido a los bóers. Este último texto, fue tan agradecido por la Corona que en 1902 nombró caballero al escritor, desde entonces recordado co­mo sir Arthur Conan Doyle.

Tropas británicas durante la Guerra de los Bóers.

Político en ciernes

Conan Doyle se lanzó también a la arena política como candi­dato al Parlamento por el Partido Liberal Unionista, de línea reformista modera­da. Pese a que obtuvo numerosos votos, no consiguió el escaño. Tampoco un lus­tro más tarde, cuando lo intentó otra vez, debido a sus orígenes católicos.

Conductor novato

Conan Doyle se compró uno de los primeros coches de Gran Bretaña sin haber conducido nunca. Se lo llevó a casa él mismo, recorriendo casi trescientos kilómetros.

Fue precisamente el automovilismo el percutor de una nueva causa que aban­derar. En 1911 participó con su esposa en un rally de Hamburgo a Londres organi­zado por el príncipe Enrique de Prusia, el hermano menor del Káiser.

Allí oyó rumores de una contien­da inminente largamente incuba­da entre la Triple Entente (Reino Unido, Francia y Rusia) y las potencias centra­les (el Imperio alemán, el austrohúnga­ro e Italia) que estaba a punto de estallar. Desde ese instante, empleó todo su po­der mediático para persuadir a sus com­patriotas de prepararse para el combate.

Arthur Conan Doyle con su hijo.


Espiritismo

La pasión de Conan Doyle por lo esotérico había despertado a su regreso del viaje en el ballenero. En esos años el espiritismo era una doctrina novedosa de mediados del siglo XIX, que quizá lo sedujo tanto por satisfacer sus necesidades metafísicas como por resentimiento hacia los jesuitas y el ca­tolicismo de su familia paterna.

Su relación con el espiritismo se intensificó en el transcurso de la Primera Guerra Mundial , en la que perdió la vida su hijo mayor, y sobre todo tras la contienda. Se lanzó a promocionarla enérgicamente en múltiples conferencias, giras por cuatro de los cinco continentes, incontables ar­tículos y diversos libros. Todo ello le valió reproches eclesiásticos, caricaturas en los medios e incluso la censura de su amigo “Peter Pan” Barrie, que le rogaba no tocar el tema cuando se veían.

Sin embargo, obstinado como de cos­tumbre, no cejó. En los años veinte sumó a sus convicciones la existencia de las ha­das en el célebre episodio de las de Cot­tingley (cinco presuntas fotos de estas criaturas tomadas en un bosque de Yorkshire), y agrió una amistad incipiente con el mago Houdini al intentar ponerse en contacto con su difunta madre en una sesión con médium.

En 1929, durante una tournée espiritis­ta por el norte europeo, el escritor se vio sorprendido por un debilitamiento ge­neralizado. Sir Arthur Conan Doyle fa­lleció en su hogar al año siguiente, de una crisis cardíaca.

FUENTES:

La última parte del texto se basa en un artículo publicado en el número 526 de la revista Historia y Vida. 

BLOG LA PIEDRA DE SISIFO

DIARIO LA VANGUARDIA

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