miércoles, 14 de mayo de 2008

LA TRAGEDIA NOVELADA ( IX )


La comarca
En este concepto genérico van incluidos todos los pueblos circunvecinos, anclados, de siglos, a muy pocas leguas alrededor. La vida de todos estos pueblos, que es casi en su totalidad su riqueza agrícola y ganadera, se agotaba y agotaba y agostaba lentamente bajo el hálito letal de las “mantas” mineras, como ya, por antonomasia, se les llamaba por allí. Los labradores, en justificada alarma, elevaban su clamor al cielo y sus protestas a las autoridades competentes, sin conseguir algo de la atención que en justicia merecieran.

En los pueblos de labor –título con que en Andalucía se define a los conjuntos de gentes cuya vida es el laboreo agrícola-, existen, además de las tabernas, los casinos de labradores, adonde concurren, no solo los propietarios de terrenos de gran extensión laboral, sino hasta el vulgarmente llamado “chinchalero”, último grado en el laboreo campestre.

El diario trato que supone tales faenas crea entre todos un ambiente de autentica democracia, casi camaradería.

En estos casinos, por las noches, se discute y hasta se porfía entre hacendados y capataces o manijeros, sobre las tan variadas modalidades de tales trabajos. Pero alrededor de estas mesas, donde los de más arriba teorizan sobre problema tan complejo, se ve otras mesas ocupadas por braceros que siguen, sorbo a sorbo de vino, la marcha de las discusiones que derivan ¿Cómo no? Hacia el álgido problema de los humos de la mina; más exactamente, del daño de tales humos al campo de estos pueblos, cuya única razón de ser y de existir es el latido extraente del ánima de la tierra. Y el dolor, con su tara de lamentos inútiles, va ordenando la paciencia de estos hombres hasta dispararse en justo clamor contra la indiferencia, contra el encogimiento de hombros de hombros y la sonrisa compadresca de altos regidores, de posaderas cómodamente encajadas en sillones de traza imperial…

El volcán indignado

Allá abajo, en las ignotas entradas de un volcán ahíto de bazofias sociales, rebozadas con injusticias y desconsideraciones, se preludiaban ya evidentes arcadas que, inevitablemente, culminarían en vómitos cargados de duelo y tragedia.

Los diálogos que comenzaban deslizándose por la suave rampa del argumento razonable, tolerante, compresivo, terminaban rodando a trompicones por las adustas trochas de la indignación, alzada de manos ante el frío descimiento a las voces cargadas de razón, roncas de clamores, ahítas de elevar cansinas plegarias al dios del “no importa”…

El gran rebaque

Aun las últimas guedejas del humo agotador ondulan sobre las cabezas de llenadores y zagales del banco de mineral, nivel 11 piso. Aun es angustioso el respiro en la carrera desde el pie del banco (la “roá” o rodada) donde cargan el barcal, hasta lo alto del vagón trepando la cimbreante tabla de subida; pero el encargado del tajo arrea sin piedad “porque hay que recuperar lo perdido con la manta”. Y hasta los llenadores achuchan de firme dejando caer con fuerza el barcal sobre la cabeza del zagal y, en el camino el varazo del encargado, en las nalgas.

- ¡Pero si ya habemos perdío un cuarto de día, ¿a qué vienen estas prisas? –se encaró uno ya medio mozo.

Un varazo del encargado fue la respuesta y… el grito casi unánime de “!!rebaque!!” explotó en todo el tajo.


Barcales por el aire y la fuga total, absoluta, de los zagales dibujó indudable y explosiva la protesta de aquellos muchachos contra aquel desconsiderado trato.
Los del tajo inmediato hicieron causa común con estos y, ni las varas de fresno u acebuche, ni las voces maldicientes y amenazadoras, lograron evitar la gran desbandada.

Pero… unos quince minutos después, aquel cerrado plante, con su inconcreto contenido de airada protesta, había terminado, reanudándose la labor de carga con toda normalidad.

¿Por qué?... Esto era algo que nadie supo nunca explicar. Aquella actitud, que llamaríamos pueril, de los chiquillos del barcal, no la echaron esta vez en saco roto los mandonea de vara alta, ni mucho menos los jefes, a los que diera que pensar está cerrada solidaridad de los zagales, fenómeno que por primera vez se producía.

Estos “rebaques”, como ellos les llamaban sin saber nadie por qué, se producían rara vez y solo entre los de un mismo tajo; pero ahora había sido total, y esto ya valía la pena considerarlo. Claro, que no se les podía reducir a palos ni con freses gruesas, pues entre tatos se daba a veces el caso de que algún llenador, gente ya salida de quintas, fuese pariente de algún zagal, y entonces había ya que contener la vara un poco y la lengua otro poco.

- Aquí no estamos en la India -comentaba uno de los capataces-.

Refiere don Ricardo, el jefe, que allá en la India los trabajadores son vigilados por capataces ingleses previstos de un látigo corto, que le llaman fusta, en la mano derecha, para no dejarles enderezarse todo el tiempo que les dé la gana, y el revólver de cinco tiros en la otra mano, porque dice que son unos tíos así de grandes, que trabajan con solo un taparrabos y que cuando les sueltan un latigazo en las espaldas, algunos se revuelven para mirar al capataz como león.

- Bueno, eso como cualquiera –interrumpió un encargado novato.

Rechinan los dientes –continuó-, y gruñen con dedos engarrotados, y entonces el ingles “no tiene más remedio” que soltarle un tiro en la frente y tumbarlo allí mismo, porque dice que si le daba tiempo al indio para echarle mano, es seguro que le hacía trizas.

Dice don Ricardo que son muy malos, muy traicioneros y que no hay otra forma de hacerles trabajar.

- Pero… oye tú: No creo yo que don Ricardo piense que algún día se llegue a hacer eso aquí; porque si los indios son como esclavos de los ingleses, los españoles todavía…

- No; hombre, eso no. Pero ¿tú no has notado, de poco tiempo a esta parte, que hay algo que trae al personal, pero a todo el personal, bastante más descarado que nunca? ¿Te has fijado en el plantón de ese zagal de enantes?

- Hombre… se oye decir que la gente del campo está que trina porque, en vez de ir quitando teleras, han aumentado ahora otro grupo, o sea el numero 3. Y allá en los casinos no habla la gente de otra cosa, y los obreros lo oyen y como estos salen también perjudicados, porque a más teleras más “mantas” y…

- Claro; a más “mantas” más cuartos y medios días perdidos…

- Pues de ahí creo yo que viene todo este jaleo.

- Ahora, que a mí no me creas ¿sabes?... Pero, qué se yo que te diga… Ojalá y me equivoque; pero no, no…

El capataz y sus adláteres se dirigieron a paso cansino a las oficinas de la Corta, sin otro tema de conversación que aquel alarmado y alarmante “rebaque”.

Tantos los mandos como el personal burocrático comentaron con porfiada el dichoso caso aduciendo causas imaginarias unos, en tanto otros aducían remotas y problemáticas consecuencias: todo completamente arbitrario, gratuito, claro estaba…

LA TRAGEDIA

Jamás ninfa alguna soñara parir un Eolo tan disconforme con la verticalidad. Altivas viviendas, humildes cobijos, tupidos encinares, débiles arbustos, se doblegaron todos, frente en tierra, ante el soplo implacable del bruto Dios.

Aquel Enero de 1888 pasaría, sin duda, a esa feble página del tiempo que solo dura un año, pero salpicado de los más hirientes adjetivos que jamás brotaran de bocas de patronos y braceros del campo y aún de la mina.

Tormentas de arrugada frente, tozudas en su horrísono tronar, enmarcadas en cegadores rayos que, enloquecidos por el fuego de asombro que los disparaba, cruzaban la sucias fachadas del cielo a la loca velocidad que les imprimieran unas nubes de negras entrañas, en el enojo de sus choques bestiales…

Los tajos a pala, la carga a barcal, el barrenamiento en cortas, toda labor, en fin, al aire libre en las minas quedaba paralizado.

Los trabajadores del campo ni siquiera formaban en el tempranero mercado de brazos en la plaza del pueblo.

La vida exigente de mineros y campesinos se hundía a prisa en el hoyo sin fondo del hambre, hacia cuyo borde ya los empujara la pérdida de jornales en los días de “mantas”…

Solo los trabajadores de fábricas y los del interior de la mina proseguían su diario batir de rutina; pero esto solo no lograba ahuyentar lo que empezara llamándose “fantasma” y que, con alarmante presteza se iba convirtiendo en realidad de carencia con rostro de hambre.

Muestra gentil Rosarito fue una de las que más hubieron de soportar, con indignada resignación, aquel desesperante “no hacer” que ya se remontaba a los seis días, multiplicados por ocho reales, algo así como casi, casi el valor de un par de sábanas de las grandes, de esas de matrimonio…

Los trabajos en el banco de la corta donde ella prestaba custodia a la tina del agua, también llevaban ya varios días de paro a causa de la lluvia torrencial y el viento huracanado.

Tío Juan “Bigote” era también uno de los obligados a holgar. Albañil del exterior, hubo de suspender el remiendo de tejados en las casas del llamado Valle de los ingleses, con lo que su hogar era uno de los más afectados por la crisis, de tan difícil solución.

La perdida de doce jornales entre padre e hija los colocaba, como tantas otras familias, en duro trance económico. Menos mal que este, a quien seguiremos llamando nuestro amigo Roque, minero del interior a donde no llegaban furores de tormentas ni arrogancias de huracanes, no dejó de lograr, día a día, algo más del risible jornal, a la fuerza de un desbocado rumbo de músculos y de una heroica entrega de vida. “El con una mano y su madre, la seña Paulina, con las dos”, cuidaban con fino disimulo de que en casa de Rosarito “no faltase ni gloria”.

Y este dicho, con toda su rutinaria expresión, fue realidad: Roque y su novia habían logrado ¡ya! la gloria de una entrega mutua y cierta, de corazón a corazón…

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