domingo, 22 de marzo de 2009

'Los topos' de Navahermosa


Esta mañana me estoy acordando de mi abuelo Palomo muy mucho. El, tras yo mucho insistirle, se zambullía en sus recuerdos, y a pesar del dolor que ello le suponía, me contaba lo vivido en la guerra civil ( IN-civil , como dice Mayorre).
Y vienen a mi estos recuerdos porque buscando noticias para el minero he hallado este reportaje sobre el libro que cuenta la historia de seis fugitivos que lograron sobrevivir "enterrados" durante tres años en lo más profundo de una cantera de mármol. Las tropas franquistas no dieron nunca con su paradero.............
Y lo mejor es que es real; ocurrió en Galaroza.
Os dejo el articulo integro que firma Rafael Moreno en Huelva Información........


"Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía habría de recordar aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo". Sirve esta recreación del comienzo de 'Cien años de soledad' (Gabriel García Márquez) para marcar en el tiempo, como si se tratase de un Macondo serrano, el discurrir cortado de Navahermosa. Una aldea mínima en la que todo el mundo se conoce y hasta los cuentos de alcoba son públicos, eso sí, dentro de una recatada celosía anónima que respetan hasta los muertos.

Esta es la tierra donde allá por agosto del 36 se desarrolla uno de los episodios más agobiantes y desconocidos de la Guerra Civil en Huelva. Seis hombres huyeron de la aldea cuando las tropas franquistas del muy laureado comandante Redondo avanzaban como el rayo que no cesa desde Levante a Poniente. Sabían su futuro de muerte porque estaba escrito. No lo esperaron.
FOTO: GALAROZA AÑO 36
Antonio Castilla, Teófilo Fernández, Matías Fernández, Antonio Marín, José Fernández y José Guerrero, canteros, se adentraron en el bosque y desaparecieron de la faz de la tierra que les vio nacer. Parecía que el terruño se los había tragado. En realidad así fue pues se enterraron en vida en una caverna de mármol para salvar el pellejo en esos días que Rodolfo Recio bautiza como 'Brutal 23 de agosto' en que las tropas sublevadas eliminaban a todo aquel que tuviera aficiones de izquierda, pensamientos impuros públicamente proclamados en reuniones de tabernas o intenciones político-sindicales.

Los seis de Navahermosa se convirtieron en quizás los más buscados de la Sierra. Vivieron durante tres años, desde 1936 al 39, en la Cueva de Alcalá con fama de 'topos'. Su peripecia ha sido conocida y relatada durante los últimos 70 años por los montañeses pero nunca fijada por escrito hasta hoy. Ahora el escritor Manuel Moya redescubre aquel enterramiento vital en su novela 'La tierra negra', inspirada en aquel puñado de hombres. Si bien el texto, como señala el autor, "no pretende ser más que un homenaje a aquellos hombres que pagaron con oscuridad la negritud de los tiempos". Un canto a la libertad y a los miedos escondidos en una pequeña aldea que sobrevivió a la Guerra Civil recostada en una solana y mirando desde los sótanos de la vida el sol que no llegaba al interior de la galería donde 'los topos' construyeron un mundo paralelo.

Navahermosa ha sido siempre un pueblo tranquilo, de gente apacible y frugal, madrugadora. Así lo es hoy y así lo era aquel tórrido mes de agosto de 1936 convertido en fuego por las tropas de Redondo y Fal y puesto en el punto de mira por los humos sacrílegos que llegaron a salir de su iglesia ante la oposición de sus vecinos a tal aquelarre nefasto, según el recuerdo popular.

Curiosa manera de ganarse antipatías. Porque poco antes de aquella humareda anticlerical, la aldea acababa de celebrar su muy insigne y respetuosa procesión del Corpus Christi, lo que le valió a su alcalde pedáneo la fulminante destitución por orden de la muy laica gobernación republicana. Un hecho que llevó al gobierno mínimo a José Fernández, un trabajador de las canteras de mármol y cal de Fuenteheridos.

FOTO: TROPAS EN GALAROZA
Así que a Fernández le cogió de Pedáneo el estruendo civil. El, tan acostumbrado a la tranquilidad, a las siegas o al desbroce, veía venir a las tropas de Redondo en su inexorable avance de Este a Oeste. Parecían Orcos nibelungos atizados por el afán destructor de Saurion. Higuera, Aracena, Corteconcepción o Alájar habían conocido ya sus hechos 'ejemplarizantes', curiosa manera de llamar a un crimen que para colmo era suavizado por el capellán de Cortegana con una frase para la historia: "Es consolador ver, como mueren muchos, mejor dicho la totalidad. Todos se confiesan y algunas de las muertes han sido edificantes y sobremanera consoladoras". Pasaje recordado por Francisco Espinosa en su libro 'La Guerra Civil en Huelva', donde añade que "los fusilados morían consolados y con la esperanza de hacer una España grande, ya que los políticos y ellos la habían destrozado y que por esto ofrecían sus vidas y su sangre". Letras sacadas del propio diario del Capellán.

Para qué esperar más. José Fernández, junto a su hermano Teófilo, y los vecinos de ambos Matías Fernández y Antonio Marín, todos ellos de Navahermosa, junto a José Guerrero (Galaroza) se echaron a los montes de Cortegrullo en busca de un lugar donde pensaban pasar los primeros momentos de la represión. Junto a ellos el entonces adolescente Antonio Castilla, fugitivo para evitar el reclutamiento forzoso de la milicia fascista. Recuerdos actuales de Rufino Gómez, vecino y pariente muy lejano del afamado poeta Jesús Arcensio.

Qué mejor sitio para ocultar el miedo a la muerte que una cueva que conocían a la perfección, rodeada de hornos de cal en la Heredad de la Quinta (Fuenteheridos). Canteras famosas desde el siglo XVI donde cuenta la tradición que el secretario de Felipe II, Benito Arias Montano, adquirió el mármol que aseguraba la biblioteca escurialense y origen de la muy célebre cal de Fuenteheridos que hasta hace poco más de diez años voceaba por media provincia Guillermo Carballo, el último calero. Cal blanca que salvó a la Sierra de la reuma al colocar un lebrillo bajo la cama para espantar los males de los huesos pero que se mostró incapaz de conservar la salud a los seis de Navahermosa, muertos con el paso de los años por enfermedades y dolencias derivadas de su cautiverio.

FOTO:Rufino Gómez, a la izquierda, recuerda con el autor la historia de sus paisanos.
Esquivado el enemigo, los seis de Navahermosa se adentraron en la Cueva de Alcalá, cavidad calcárea y húmeda, famosa y desconocida entre la población del lugar que no podía imaginar las dimensiones palaciegas del escondrijo bien conocido por todo tipo de fauna como zorros, tejones y murciélagos. Nunca se creyeron que hubiese existido vida humana en su interior hasta el hecho que protagonizaron los 'topos' de Navahermosa.

El caso es que los fugitivos encontraron en ella el lugar idóneo para sobrevivir allí a los rigores políticos y bélicos del momento.

La cueva está formada por una gran cavidad inicial y galerías adosadas de hasta cincuenta metros de paseo que desembocan en una amplia sala o dependencia de quince metros cuadrados de donde parten otras galerías. Buen lugar para que los fugitivos montaran hamacas con palos cruzados que todavía se pueden ver junto a los útiles del diario.

La vida de los huidos fue difícil durante los tres años que duró su encierro. Y discretísima. Estaba claro que contaron para subsistir con la ayuda tan directa como silenciosa de los vecinos de Navahermosa.

Pero un hecho trastocó los planes de subsistencia del grupo. Uno de ellos, José Guerrero, enfermó de gravedad. Comienza un debate sobre qué hacer con él. Deciden llevarlo a casa, de noche y en parihuela,y entregarlo a su familia. Milagrosamente el enfermo sana y evitan lo peor, aguantando su encierro hasta el final de la Guerra Civil.

Los huidos de la Cueva de Alcalá se entregaron a la Guardia Civil en agosto de 1939, varios meses después del final de la contienda y fueron conducidos a la cárcel de Huelva.

Antonio Castilla sumó a su condena civil otra de tipo militar por prófugo que cumplió en el campo almeriense de Viator.

Los huidos murieron jóvenes por males que mucho tuvieron que ver con aquel aire insalubre que respiraron en el encierro.

Matías Fernández falleció en Fuenteheridos el 10 de noviembre de 1960, dicen que una tarde de aguaceros; y José Guerrero en Galaroza. Los hermanos José y Teófilo Fernández marcharon al extranjero donde rehicieron su vida. Antonio Castilla, el más longevo, falleció a finales de los noventa. De ninguno de ellos queda familia en la pequeña y mínima aldea de 50 habitantes. El silencio se cebó sobre ellos y hoy son leyenda, historia que rescata el escritor Manuel Moya en su novela 'La tierra negra'.

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