domingo, 27 de abril de 2008

LA TRAGEDIA NOVELADA (2)


UN ARTICULO DE ALFREDO MORENO BOLAÑOS

Trina, martilleando rabioso, el grito exigente del despertador; cruje el sueño en su espantada y surge, de bajo las ropas de la cama, un hosco y perezoso ¡aah…! de un largo y desatinado bostezo.

Es tío Juan “Bigote” (Lázaro que sacude el sudario) que aparta de sí el cobertor y la pulcra sábana. Regala un considerado tortazo al hombro desnudo de la esposa y la tía Concha, tras un espantado “¡Qué, qué!”, va retornando a la vida.

- Arriba, tú. ¡Las cinco!
- Sí, sí; ya va… - pero aún revuela el carraspear de un ronquido…
- Ya va, no. ¡Arriba he dicho!

Tío Juan, empanado en esa resignación ante la abrumadora rutina que tantos héroes creó, se digna resbalar hasta el borde del camastro y, durante unos segundos, fue el doble exacto de la famosa estatua de Rodín: “El Pensador”.

Ya la tía Concha, por el lado opuesto, también se desliza del lecho, y así, a medio vestir, va a la puerta del reducido dormitorio de su hija, produciendo con los nudillos un suave, pertinaz repique, arropado con la cansina frase de todas las mañanas.

- Rosarito, hija: las cinco.

Hay el rebullir de un cuerpo sobre un colchón prieto de hojas de maíz y el ¡uy…! Largo y lastimero de un desperezo, que culminan en el gangoso rumiar de unas protestas contra eso desconocido que hemos dado en llamar el sino de los pobres…

Es la hora brutal de cada día; la que empuja exigente hacia el terco quehacer que nos susurra al oído el implacable “ganarás el pan…” Es esta la hora de muchos, era la hora de Rosarito, a quien ese implacable obligará también a ser morronguera.

La madre de Rosarito, señá Concha “la guapa”, en su juventud también fue morronguera; llenó muchos vagones de ese mineral y logró, al fin, a los 19 años de edad y a fuerza de ser guapa, que su novio, Juan Domínguez, la redimiese del pesado barcal, casándose con ella después de cuatro años de relaciones.

A los dos años de matrimonio les nació una niña: su Rosarito; y este feliz acontecimiento en la vida bruta del maestro Juan, como ya le llamaban los peones, fue un estímulo tremendo en sus afanes por lograr más elevados devengos, que liberasen a su Concha y a su Rosarito de aquellas angosturas de vida.

Como él lamentaba a cada paso:

- Con estos once reales pelaos no nos podemos ya revolver.

Maestro albañil de los mejores de su promoción, no desaprovechó ni una siquiera de cuantas faenas particulares, obra o chapuz, le salieran después de cumplidas su diez horas de servicio en la empresa minera.

No debía tío Juan, o el maestro Juan, su apodo de “Bigote” a la extremada exuberancia de tal atributo facial, pues, que en aquellos tiempos todos los hombres, jóvenes y viejos, ricos y pobres, ostentaban ufanos barbas y bigotes de toda traza y dimensión, sin que esto fuese símbolo de autoridad ni expresa causa de respeto; se supone que los jóvenes alardeasen de más hombres y los viejos de más solemnes, pero sin la vana pretensión de producir terror, ya que cualquier aprendiz de taller o peón de carga disfrutaba de regular bigote, a veces de tamaño superior al del capataz del tajo. El apodo del tío Juan se debió a una circunstancia que, por su gracia y originalidad, culmina sobre muchas en los anales de la anécdota.

Buenos reales le ganó a la construcción de una cocina en el corral de la lujosa vivienda que don Fernando Pert poseía allá al final de la calle “Romanos”. Terminada que fue la citada obra, fueron obsequiados él y su peón con algunas botellitas de buen vino, bien acompañadas de unas patitas de cordero, al decir del tío Juan “tiernas como el agua”, y aderezadas por la vieja cocinera de la casa a modo de guiso de menudo.

Algo cargado y aún más de algo, fue llevado del brazo el maestro Juan por su fornido peón hasta su casa, en la calle de la pura y limpia, rincón de la calle “Sevilla”.

Al levantarse a la mañana siguiente hubo de perder un cuarto de peonada lavándose la cara con agua bien caliente, para ver de ablandar la cuajada gelatina del menudo, de aquellas patitas “tiernas como el agua”, hasta lograr despegar el poblado bigote de la barba, cuya rebelde adherencia le impedía hablar, pero le hacía derramar lágrimas como avellanas.

La chica, el torbellino de su Rosarito, se destrenzaba de risa, a pesar de estar ella también perdiendo la peonada a causa del enorme miedo que, en principio, sufrieran ella y su madre al observar que el barbudo y bigotudo papá, sin lograr despegar los labios, solo emitía mugidos, - que no sonidos – y creer, con el sustazo que es de suponer, en uno de esos ataques congestivos que, en aquellas fechas, eran llamados “aires”.

Un incomprensible rebote de ideas trajo al recuerdo de Rosarito las dos veces que Roque, de apodo “el Choqueto”, (su novio, iba a hacer pronto el año) ya la había besado ¡el muy…! a través de su precoz pero recio bigote.

Y, sin darse cuenta, indignada contra ella misma, quizás ausente de ella misma, se rechupó los labios y… un relampaguito de regusto cruzó su cara, obligándola a sonreír y entornar los ojos: aquellos ojazos que agradaba aún más el cerco negruzco del polvo de mineral.

Apenas cumplidos sus 14 años de edad, Rosarito había entrado de niñera en casa de Don Samuel Osborne, a la sazón jefe del Laboratorio General de la empresa minera y que habitaba en la calle Sanz, vulgarmente llamada calle del Perejil. Si buenazo, caballero y generoso era don Samuel, buenaza y amable era la señora, cuyo nombre ignoró siempre Rosarito y el resto de la servidumbre. Si alguna vez la nombraba el esposo, Rosarito no lo entendía ni pudo jamás retenerlo. Para las muchachas del servicio era “la señora” y nada más.

Este feliz matrimonio inglés tenía dos hijos: un chico de cuatro años y una niña de dos. El niño se llamaba Willy, algo así como Guillermito en español, según decía don Samuel, y la niña Pequi, que así la nombraba Rosarito sin más complicaciones de traducción.

Los chicos crecían en el manejo de los brazos, los tortazos y los besos de Rosarito, la chacha Ito, la mamá chica de aquellos críos. Y así llegó a cumplir los 18 años de edad y ya era rondada por Roque “el Choqueto”.

Este era un chico de buen ver, alto y membrudo. Rebosante de reciedumbre física, no lograba disimular su carácter pastueño, firme y seguro, manifestando sin remedio en todo su decir y su hacer. Cuando contaba con 13 años de edad, su padre, maestro ajustador de los mejores de aquel tiempo, fue trasladado a los talleres de la empresa minera en Huelva, en cuya capital falleció dos años más tarde, dejando a la viuda y al hijo Roque en angustiosa situación de carencia, irresoluble de momento. Aquel hombre, el maestro Andrés “el Madrileño”, había navegado algunos años por esos mares de Dios en calidad de maquinista de primera de la famosa fragata “Villamadrid” y había devorado, - como él mismo decía -, muchas botellas de ron. No nos atrevemos a achacar a este empacho de alcohol de sus pulmones la inesperada muerte del maestro Andrés, que un mes antes cumpliera 41 años de edad.

Durante los dos años de estancia de esta familia en la capital, alojados en una sala y un dormitorio cedidos por la señá Antonia Quintero en la calle Berdigón, el chico asistía a las clases del Instituto, donde cursó dos años de bachiller con muy estimables resultados; pero la muerte de su padre truncó esta que llamaríamos marcha triunfal del inteligente mozo, obligándoles a regresar al pueblo minero, donde él naciera y tres hermanitos más, a los que la viruela, aquella pícara epidemia, les había arrebatado la vida en 45 días. En atención a los servicios prestados por su padre a la empresa minera como inspector de bombas para el surtido de agua a todas las instalaciones, fue Roque colocado en los talleres de mecánica sitos en la vaguada del llamado “Cabezo de las Vacas”, comenzando en calidad de aprendiz el mismo oficio que su padre, ajustador, con un devengo inicial de tres reales, y “que ya era una ayudita”, según consoladora expresión de su madre.

Su madre, tía Paulina, extremeña ella, del propio Badajoz, hubo de hacerse lavandera y admitir en una habitación, de las dos que disfrutaba su casa de la calle Hospital, un par de huéspedes gallegos, a cama sola, y que entre ambos le pagaban 56 reales mensuales. Cada mañana, apenas amanecido, cargaba Roque sobre su cabeza el pesado cesto de caña rebosante de ropa destinada al lavado, trepando con evidente facilidad la empinada cuesta desde El Parador hasta la explanada del Alto de la Mesa, aliviando así a su madre en el obligado trance de soportar aquella cantidad de ropa, más la pesada panera de pino, hasta el lavadero público, conocido entonces por el “huerto de la Gabia”.

Cumplido este deber filial, se dirigía a paso acelerado a los talleres, a donde llegaba siempre a hora justa de comenzar el trabajo, marcada con inexorable exigencia por la estridente sirena. Él que desde ahora llamaremos nuestro amigo Roque no era, pues, uno más de tantos analfabetos como plagaban cada año la lista de quintos de estos pueblos implacablemente mineros. Sus modales, su conversación, avalorada a veces con originales ocurrencias, eran distintos a los demás muchachos del pueblo, sin ser presumido ni chocante, calificativo este de uso muy corriente en el basto y a veces grosero léxico de aquella juventud, y aún de aquella vejez. Alguna burla al buen decir, al lógico razonar de Roque entre aquellos barbarotes, terminó con la inflamación de una mejilla o con el morado cerco de un ojo. Él era pastoso y tolerante, pero hasta cierto punto…Y este punto, cierto o incierto, nunca puedo precisarlo con exactitud: de igual modo toleraba con sonrisa el dicho soez, bestial, de algún camarada de trabajo, que lo rechazaba con repugnancia. Que no en balde aquellos dos años de Instituto en la capital habían calado en todo él, con fino pulir de modos, conducta y expresión, pero en algunas ocasiones no podía prever cual sería su reacción.

Al ponerse en relaciones formales con Rosarito dio en pensar, lógicamente, que algún día habrían de casarse y decidió visitar a uno de tantos contratistas de extracción de mineral, a un tal Saltillo por cierto, ofreciéndole el regalo de un jamón de buen peso si le admitía a trabajar en alguna de sus compañerías de la contramina vieja. Queremos suponer que la oferta fuese aceptada, pues que nuestro animoso Roque comenzó a trabajar el lunes siguiente en el interior de la mina, con una compañería de gallegos, cuyo cabecera era cazurro y así el único andaluz era él.

Pero esto mismo ocurría a Rosarito: ganaba de niñera la comida y 20 reales al mes. Claro está que con esta miseria no podía ni pensar siquiera en un medio decoroso ajuar…Y “¿para cuándo, Señor, para cuándo?”…

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