martes, 29 de abril de 2008

III Entrega de "La Tragedia Novelada"

Alfredo Moreno Bolaños

Cierta tarde, a la hora del té –ella ayudaba a la otra chica a servicio- se atrevió a hablarle a don Samuel para que interpusiera su influencia con el jefe de la Calcinación, logrando al poco tiempo empezar a trabajar en el barcaleo de las teleras, “porque –se decía ella- necesitaba ganar siquiera los seis reales diarios para poder ir agenciándose la ropa y tantas otras cosas como dicen que se precisa para casarse”.

Y ya que Roque había hecho la heroica faena de dejar el taller para hundirse en la mina a jugarse la vida cada día, era muy justo que también ella –se insistía ella misma- cambiase el cómodo servicio de niñera por el de cargar vagones de morrongo y tragar humo un par de añitos siquiera. “¿No lo hacían otras?”…

Al “Choqueto” le sentó esta decisión de su novia, que el calificó de locura, como si un mal intencionado le hubiese puesto el pié por delante para hacerle rodar al fondo del pozo en la contramina…

Una semana transcurrió sin visitarla, sin siquiera pasar por su calle. Pero ese fantasma, que mal llamamos casualidad, y que no es ni más ni menos que la celestina de los enamorados, hizo tropezar, casi cara a cara, cierta tarde, a la decidida Rosarito y al indignado Roque.

- ¡Oye tú, muchacha!...

Alguien, desde el portal de una casa, solo vio una parada en seco, y oyó como una discusión agria al parecer…, pero sin captar una palabra: nada, nada. La curiosidad tiene infinitas facetas…

Y nuestra preciosa, escultural Rosarito, con sus 18 años de edad, ya toda una mocita con su novio y todo, allá se iba cada mañana y allá se sumergía en el laberinto de las teleras envueltas en aquella masa impalpable de humo denso y tarde, duro y asfixiante…

En el cuarto de herramientas recogía el par de barcales; se anudaba a la nuca, cruzado sobre la boca, el pañuelo de yerbas que le cubría la cabeza; se embutía el basto sombrero valverdeño con la dura rodilla dentro de la copa; cruzaba a su cuerpo el pañuelo de talle anudándolo a la espalda y, finalmente, se colgaba el tieso delantal de harpillera con que se defendía la enagua de cien pliegues, larga hasta los tobillos.

El llenador, muchacho ya mayor –algunos casados- rebosaba con el rodo el barcal apoyado sobre la dura angorra del pié izquierdo. La angorra era un trozo de sombrero viejo con que, a modo de media polaina, defendían el pié contra la agresión del barcal. En el hueco que se establecía entre este y el suelo, en un movimiento exacto en el tiempo, el llenador metía sus manos para elevar el barcal hasta su rodilla derecha, a la vez que, de modo rápido e isócrono, ponía la zagala sus maltratadas manos baja el barcal, que se asentaba rápido y exacto sobre la cabeza de la muchacha. Este instrumento de carga, llamado barcal, consistía en una a modo de artesa de madera, cuadrada, de unos 45 centímetros de lado, perfilada en tres de sus orillas por listones de unos 5 centímetros de alto para contener el mineral, y que se empleaba en estas minas en vez de espuertas para la carga de este producto.

Las zagalas y los zagales empleados en este tipo de carga, no tardaban en lograr en lo alto de la cabeza una bien ostensible calva, que ellos cubrían con el uso continúo de la gorra o el sombrero, y ellas con el pañuelo de coco, de tela barata y de varios colores, con leves flequillos, salvo el Domingo u otros días de fiestas en que habrían de lucir el hermoso rodete prendido con lazo de seda de discreto color, disimulando la maldita calva con un buen rebujo crepé, bien intercalado en la propia cabellera.

Aquel durísimo procedimiento de carga castraba totalmente la vida de aquel trozo de piel, y tan injusta tara o estigma habían de soportarla ya durante toda su vida…

Y entre aquel tráfago de rodazos y carreras se podía escuchar también el no interrumpido carraspear, el jadeo y la tos pertinaz de las muchachas; el golpe del barcal vacío tirado a la derecha del llenador y … el ¡vamos, venga! arreador del capataz, de aquel Aniceto “ el Mico”, como le llamaban en el tajo.

Pues el sábado en que se cumplía la primera semana de trabajo de Rosarito en las teleras, cuando en una de las rápidas escaladas al vagón sobre la cimbreante tabla, cayó envuelta en mineral, lanzando un grito de dolor; un grito angustioso que hizo acudir rápida a la “chata” y, a seguida, al llenador y las demás zagalas.




Levantaron a Rosarito pálida, llorosa, con ese llanto hipado que produce el susto en los espíritus delicados, elegantes y, con dolido paso, del brazo de dos compañeras, llegó al botiquín del Departamento, donde fue asistida por el topiquero, que se vio y se deseó para lograr descubrir la pierna lesionada de la muchacha y aplicarla el rutinario bálsamo a la herida, por fortuna leve, producida en la rodilla derecha por el fatal accidente.

- Pero ¡cómo ha sido esto? Preguntaba el curtido topiquero por animar a la enrojecida zagala.

- Pues verá usted: de tanto subir por la tabla al vagón, la punta de la alpargata va rozando el falso de la enagua y se me descosió, y en aquel viaje colé el pié en el cacho descosido, y al no poder subir, ¡pun!, me caí de costado al suelo con el barcal lleno y… mire usted…

- Pues no ha tenido mala suerte, después de todo. Pero no se aflija porque no hay nada grave.

Una semanita en casa y a curarse diariamente al hospital. ¡Eah! A ponerse buena prontito para volver a verla por aquí. Con gran dificultad en el andar y acompañada por la Rosa “la chata”, con permiso del “Mico”, llegó la lesionada a su casa, donde estuvo en curación seis días, al cabo de los cuales volvió al trabajo como si tal cosa le hubiese ocurrido. En aquellos días de descanso, amorosamente asistida por su madre, no sabemos por qué misteriosa razón Rosarito aumentó, si esto fue posible, su calidad de bonita y su cantidad de hermosa.

Mas, durante este intervalo de la ausencia de la linda morronguera, el capataz de vara alta, el tal Aniceto “el Mico”, también acreció sus ansias por aquella zagala que, “al fin y al cabo –se decía- era una más, una de tantas”. El día mismo del accidente y poco después de partir la zagala para su casa, el libidinoso capataz, enardecida su imaginación por ciertas figuraciones sobre los lugares lesionados que el topiquero habría contemplado a placer, hubo de acercarse a la puerta del botiquín dirigiéndose la siguiente pregunte:

- Oye tú, Rafael Moya: dime la verdá ¿Está esa niña tan bien hecha como dicen, o qué?

- Y… ¿quién lo dice? – replicó agrio el topiquero.

- Hombre… no faltan. Y tú acabas de verle lo que has querido. Con que… dime.

- Mire usted, Aniceto…

- …el “Mico”, sí, dímelo, que a mí no me importa. Ya sé que me llamáis así, porque me sobran soplones. Pues eso es porque me gustan toas ¿te enteras?: feas y guapas, altas y bajas, rubias y morenas. En siendo mujer…

- Pero eso también tiene a veces sus quiebras. Porque un padre o un novio…

- ¿Y pa qué sirve esta chata, tú? –y exhibió ante los asombrados ojos de Rafael una pistola de dos cañones, calibre 9, con los gatillos en el seguro, y sonreía, mudado de color…

Aquel tipo era capaz también de matar, con tanta ausencia de consideración humana como ardor sintiera en aquellos bestiales accesos de lascivia que tanto le justificaban en el mote de “el Mico”.

Aparentaba unos 45 años de edad; era alto y membrudo. Usaba vara alta de acebuche, a igual que los demás capataces de los tajos de carga, y que empleaban cuando se producía un “rebaque”, grito dado por algún zagal maltratado por su llenador al sentirse agotado y no poder correr tabla arriba, hasta lo alto del vagón, con la rapidez que aquel deseara.

Nadie sabría ni podría explicar el explosivo efecto de dispersión, con abandono del trabajo, de todos los zagales, al contagio de aquel grito, y a los que intentaban inútilmente sujetar, a insultos y varazos, el capataz y los encargados del tajo. Media hora después, más o menos, aquellos muchachos, dueños de una instintiva solidaridad, volvían lentamente, reanudando la agotadora labor…

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