domingo, 25 de mayo de 2008

LA TRAGEDIA NOVELADA ( XII )

Alfredo Moreno Bolaños para El Minero Digital
Los casinos, tabernas y panillas se ven abarrotados de público. El amplio casino del “Corneta”, esquina de las calles Wert y Unión, es ya incapaz para contener tanta gente, que rebosa también el piso principal con su balcón voladizo a la plaza, y a cuyo piso se asciende por una escalera de hierro de las llamadas de caracol.

Pronto serán las 4 de la tarde y, todavía aquella multitud de preteridos no ha logrado conocer solución alguna a lo que para ellos son justas demandas. De modo muy apreciable, a cada minuto crece el rumor que va rayando en vocerío: impaciencia ya claramente expresada en un clamor casi exigente. Unos guardias civiles contienen a los de dentro de la plaza, labor difícil o casi imposible de lograr, ya que el empuje de los de atrás es punto menos que incontenible.

Suenan voces indignadas; el rumor lleva trazas de escándalo; pero…

En este momento se abre una de las puertas del balcón central del Ayuntamiento y aparece la severa figura del Exmo. Sr. Gobernador Civil y a sus espaldas, encuadrados en la puerta, otros señores que, desde el lugar donde nos encontramos, no podemos reconocer.

En la multitud se ha hecho el silencio

El Sr. Gobernador extiende su brazo derecho en solemne, pero severo ademán, y con voz de escaso volumen, pronuncia unas frases que no logramos captar y que, probablemente no han satisfecho las exigencias de los oyentes, a juzgar por el rumor de evidente disconformidad que se alza sobre ellos, y que cubre casi totalmente la voz de su Excelencia, quien, ante tal actitud, que habrá conceptuado de irreverencia y de patente desacato a su elevada autoridad, usando de un gesto tal vez convenido, la corneta de la tropa lanza un agudo toque, que logra un absoluto, emocionado silencio, y ahora ya puede captase las palabras del orador.

Ante esta actitud de incomprensión y hasta de evidente desacato, me veo obligado ordenar la retirada pacifica de todos vosotros a vuestros respectivos domicilios.

Bien entendido y bien advertido que, de no obedecer sin dilación ni protesta, dispongo de elementos sobrados para realizarlo por la fuerza, a cuyo extremo espero no habremos de llegar, confiado en vuestra obediencia y sensatez.

En este momento, una vez de beodo, de entre los que ocupan el balcón del casino de “El Cornete”, lanza la siguiente baladronada:

-Pues si ustedes tienen fuerzas, nosotros también las tenemos.

Se observa un gesto de repulsa de Sr. Gobernador que, nervioso al parecer, pasa su blanco pañuelo por su negro bigote y desaparece en el interior de la sala, cerrando tras sí el balcón con violencia.

Con laconismo de asombro, el oficial pronuncia unas voces de mando; la tropa se encara los fusiles…”

Aquí el novelista destraba las manos y arranca la venda de los ojos de su impaciente lira…

El humilde informador, el mal aventurado corresponsal del periodiquillo provinciano, fue uno de los primeros en caer. No pudo terminar su crónica…

El empavorecido Gobernador Civil, ante aquella atrevida amenaza y desafío, solo habría visto ya por el aire cartuchos de dinamita con su humeante mecha y, con ello, la destrucción y la muerte… y como consecuencia, la obligada y convenida consigna, que arrancó una descarga cerrada de la tropa sobre aquella multitud totalmente inerme.

Tan insólita como incalificable agresión produjo, por natural instinto en la muchedumbre, un brusco, tal vez brutal movimiento de retroceso, con el lógico, el incontenible arrollamiento de la propia masa, que al caer los primeros heridos y muertos, se produjeron amontonamientos de un dramatismo de horror. Gritos de susto y de dolor; luchas bestiales por liberarse del aplastamiento que era la asfixia, la muerte; el terror pánico a la escucha de los disparos contra los que lograban ponerse en pie…

Tío Juan “Bigote” había sido arrebatado, llevado en volandas por la multitud enloquecida y había desaparecido, nadie sabría adonde…

Rosarito y Roque, que se resguardaban tras uno de los bancos más altos de la plaza, frente a la Casa Grande, habían sido derribados por la marcha aquella de terror; pero la mocita había quedado presa bajo el espaldar de hierro del citado banco, arrancando de cuajo y tumbado hacia atrás por el bestial empuje de los ocupantes, ante las mortíferas bocas de los fusiles.

“La masacre de Febrero de 1888”( Cuadro de Antonio Romero Alcaide, con el permiso pertinente de sus hijos.)
“El Choqueto” realizaba titánicos esfuerzos por liberarse del montón que lo aplastaba, lográndolo tras prolongadas lucha, con el tremendo empuje de sus poderosos músculos.

Andando de rodillas, casi a rastras, buscó a Rosarito y pudo, al fin, hallarla materialmente perdida bajo los cadáveres de dos mujeres, entre los cuales un pequeñín gritaba en demanda de su madre.

A rastra logró acercarse a Rosarito y apartar de sobre ella aquellos cuerpos inertes que la aplastaban como bajo el pie implacable de la muerte, y lanzó un alarido de espanto al contemplar el pesado espaldar del banco sobre el pecho de la muchacha.

Roque derrochó todo su valor muscular de minero en el empeño de liberar a su novia de aquella reja de hierro y, momentos después, la zagala, de espaldas, reposaba su cuerpo inanimado sobre el pecho del apenado mozo, puesto ya de rodillas.

- ¡Rosario! ¡Vida, Vida! Como siempre la llamaba.

Una desdibujada sonrisa distendió apenas los labios de la muchacha, mientras un hilo de sangre se desbordaba lento por una comisura de su boca. Aquello era la muerte, pero él no podía, no quería creerlo…

Por entre la ingente masa de aterrados fugitivos que, por la calle Wert, pugnaban por ganar el amparo de la iglesia, un sacerdote luchaba también tenazmente, con esforzado tesón, por lograr llegar a la plaza, en una ahincada convicción de que serian necesarios sus auxilios humanos y espirituales. Era su inexcusable misión sacerdotal; pero era, además, la exigencia terca, ineludible, de su corazón siempre dispuestos hasta la entrega total por sus hermanos los hombres.

Era el párroco de Santa Bárbara, la iglesia parroquial del pueblo; era aquel sacerdote que rara vez se viera tocado con el sombrero llamado “canoa”; él usaba casi siempre, hasta para viajar, su gorro redondo de tela negra, con una pequeña borla que le caía hacia el lado izquierdo o hacia atrás, según la descuidada inclinación del sencillo gorro. Este cura popularísimo y estimado por todos los habitantes de la parroquia, era el que ahora llegaba, por fin, al grupo angustiado donde “El Choqueto” se debatía defendiendo el cuerpo casi desmayado de Rosarito contra el bestial pisoteo de heridos en pugna por escapar, y el desbordado arroyo de aterradas criaturas que huían de los disparos, intermitentes, pero pertinaces, de los soldados desde todas las bocacalles.

- ¡Padre, padre! ¡Don Antonio! le clamó Roque.

- ¿Qué hay, muchacho? Pide, pronto, pronto.

- Que... que nos case usted, señor cura.

En realidad, aquello era algo insólito, algo insospechado por el sacerdote en tales circunstancia; sin embargo…

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